En las ciencias humanas y sociales, las emociones son objeto de diversos enfoques que dependen de la especificidad de cada disciplina. Dichos enfoques fueron objeto de reflexión en la filosofía antigua (Aristóteles), después en la latina (Cicerón) y contemporánea (fenomenología), y la pregunta que se plantea, entonces, es la de saber si, frente a esas otras disciplinas humanas y sociales, esta noción puede ser objeto de un estudio específicamente de lenguaje.
Responder afirmativamente a tal interrogación supone que se delimite el marco de abordaje en el cual inserta esta noción ; que se describan las condiciones de su aparición y que se muestre cómo funciona. El objetivo no puede ser el de responder en este espacio globalmente a dicha tarea. Sin embargo, se tratará de presentar una problematización discursiva de la emoción y se ilustrará con el ejemplo de la presencia de las emociones en el discurso populista.
El punto de vista de un análisis del discurso se distingue de aquél de una psicología de las emociones que trataría de estudiar : ya sea la reacción sensorial de los individuos en relación con las percepciones que éstos tendrían de un mundo cuyas manifestaciones desempeñarían el papel de un detonador de pulsiones, puesto que es verdad que ciertas emociones pueden ser provocadas fisiológicamente y aún más, pueden ser medidas químicamente (como el estrés, la angustia o el miedo) ; ya sea las disposiciones de humor o de carácter de los individuos que pueden ser categorizadas de acuerdo con las tendencias o inclinaciones de esos individuos a tener comportamientos recurrentes, lo que determinaría en ellos tipos de naturaleza de carácter (llamado también “temperamento”) como el ser colérico, atrabiliario, miedoso, angustiado, rencoroso ; ya sea las reacciones de comportamiento de los individuos –ya sean fingidas o reales- frente a eventos que se producen en el mundo o como producto de la acción que otros tienen sobre ellos, reacciones que pueden ser objeto de una categorización similar a las precedentes, pero en una perspectiva diferente, ya que no se trata aquí de describir una determinada naturaleza del individuo, sino una reacción relativa a la situación en la cual el individuo reacciona. En esta perspectiva, desembocamos en la definición de categorías como la vergüenza, el orgullo o la vejación.
Tales estudios, que por otra parte no se excluyen, y que no prejuzgan aquí opciones teóricas en las cuales pueden ser llevados a cabo [1], están centrados en el individuo y proponen explicaciones causales sobre la naturaleza de su comportamiento, ya sea ésta fisiológica o psíquica. De esta manera, el miedo puede ser medido químicamente, puede ser considerado como una característica temperamental o como un comportamiento reactivo que provoca pánico.
El punto de vista de un análisis del discurso se distingue también de una sociología de las emociones que busca establecer categorías “interpretativas y típico-ideales” [2] mediante reconstrucciones de lo que debería ser el comportamiento humano en el juego de regulaciones y de normas sociales. De esta manera se ha planteado, a partir de Mauss y Durkheim [3], que las emociones no conciernen solamente la pulsión, lo irracional y lo incontrolable, sino que tienen también un carácter social. En ese sentido, las emociones serían el garante de la cohesión social, permitirían al individuo constituir su sentimiento de pertenencia a un grupo (Mauss), representarían la vitalidad de la conciencia colectiva. Esto quiere decir que, al ser signo de reconocimiento para los miembros de un grupo, las emociones descansan sobre un juicio colectivo que instituye una especie de regla moral. Infringir la regla conlleva una sanción (Durkheim), lo que en contrapartida da a esos juicios un carácter de obligación. Aquí se trataría, entonces, de proceder a la descripción de esas categorías de emoción, de norma, de juicio del comportamiento social en función de diferentes parámetros : el grado de universalidad (la cólera parece más universal que la vergüenza), la especificidad cultural (el pudor, el orgullo parecen estar ligados al contexto societal), el menor o mayor grado de la orientación de la acción (la indignación parece desembocar en una acción reivindicativa, la piedad también, pero en un grado menor), en fin, la más o menos evidente racionalidad (la indignación parece estar ligada más a un juicio –que se puede compartir- sobre el comportamiento del otro en relación con normas de justicia, la angustia más a una pulsión individual sin determinación precisa de un objeto-soporte).
El punto de vista de un análisis del discurso no puede confundirse totalmente ni con el de la psicología –aunque ésta fuera social-, ni tampoco con el de la sociología -sea ésta interpretativa e interaccionista-. El objeto de estudio del análisis del discurso no puede ser lo que resienten efectivamente los sujetos (¿qué significa sentir cólera ?), ni lo que los motiva a experimentar o a actuar (¿por qué o en función de qué se siente cólera ?), como tampoco las normas generales que regulan las relaciones sociales y que se constituyen en categorías sobredeterminantes del comportamiento de los grupos sociales.
El análisis del discurso tiene como objeto de estudio el lenguaje en tanto que produce sentido en una relación de intercambio, que es en sí mismo signo de alguna cosa que no está en él y de la cual es, sin embargo, portador. De ahí que el miedo, por ejemplo, no se ha de considerar en función de la manera en que el sujeto lo manifiesta por su fisiología, ni como una categoría a priori en la cual se incluiría al sujeto de acuerdo con lo que él es (sus propias tendencias) o conforme a la situación en la que se encuentra (solo frente a un león), ni como el síntoma de un comportamiento colectivo (el pánico), sino como signo de lo que puede sucederle al sujeto por el hecho de que él mismo sería capaz de reconocerlo como una “figura”, como un discurso socialmente codificado que, como lo propone Roland Barthes [4], le permitiría decir “¡Eso es justamente el miedo !” o simplemente “¡Tengo miedo !”. Este punto de vista se asemejaría, entonces, al de la retórica de los efectos que está puesta en marcha por categorías de discurso [5] que pertenecen a diferentes órdenes (inventio, dispositio, elocutio, actio), en los cuales habría, entre otras cosas, una “tópica” de la emoción que estaría constituida por un conjunto de “figuras”. Pero veremos que aunque este punto de vista concierne la retórica, esta última debe ser completada por una teoría del sujeto y de la situación de comunicación.
Por lo mismo, no se perderá de vista lo que proponen esas otras disciplinas en la medida en que sus análisis ponen en evidencia los mecanismos de la intencionalidad del sujeto, aquellos de la interacción social y la manera en que se constituyen las representaciones sociales. El análisis del discurso las necesita. Ciertas nociones se prestan más que otras a la interdisciplinaridad porque están en el centro de esos diferentes mecanismos. Es el caso de la “emoción”.
Por lo tanto, quisiera basarme en los debates [6] que se han dado en esas diferentes disciplinas en torno de las emociones con el fin de extraer globalmente algunas enseñanzas que serán útiles para enmarcar mejor lo que llamo los “efectos de emoción” presentes en el discurso. De esos debates voy a retener tres puntos que parecen tener consenso entre los sociólogos, los psicólogos sociales y los filósofos, y que me parecen esenciales para un tratamiento discursivo de esta cuestión : las emociones son de orden intencional, están ligadas a los saberes de creencia y se inscriben en una problemática de la representación psico-social.
La mayoría de los sociólogos y filósofos están de acuerdo, en primer lugar, en decir que, sin negar la pertenencia de las emociones al dominio del afecto (siempre hay, de una u otra manera, lo resentido y lo experimentado en la emoción), éstas no son por ende totalmente irracionales y, por lo tanto, no son reducibles a lo que es del orden de la simple sensación o de la pulsión no razonada. Algunos [7] señalan que la filosofía occidental siempre distinguió “emociones como el dolor, el amor, el miedo, la lástima, la cólera y la esperanza, de los impulsos y de los instintos corporales como el hambre y la sed…”. Esta distinción todavía es amplia porque la primera categoría está aún muy ligada a las sensaciones, pero se establece una primera frontera entre lo que podrá ser recuperado para integrarlo en un campo cognitivo y lo que parece serle totalmente exterior. Otros, posteriormente, van más lejos mostrando que no se debe confundir emoción y sensación “aun cuando empleamos a veces los términos “sentir” o “experimentar” para hablar de nuestras emociones, para reconocerlas o confesarlas” [8]. Como prueba, el hecho de que a dos emociones diferentes (los celos y el deseo) puede corresponder una misma sensación (el dolor), o que una misma emoción (los celos) pueda provocar “estados cualitativos” diferentes (dolor, excitación, abatimiento, cólera). De esta manera “la sensación –en tanto que estado cualitativo- no es un criterio de discriminación lo suficientemente fino para dar cuenta de la diversidad de emociones” [9].
El acuerdo se refiere entonces a la vinculación de las emociones a la racionalidad. Sin entrar aquí en el debate que inquieta a los sociólogos y a los filósofos contemporáneos entre las teorías denominadas “cognitivas” que, al tratar los estados intencionales en la tercera persona, tienden a absorber las emociones en una concepción de tipo intelectual hasta el punto de eliminar el afecto, y las teorías llamadas “no cognitivas” que, al tratar los estados intencionales en primera persona, mantienen un lazo con el afecto [10], a partir de ahí es admitido que las emociones tienen una “base cognitiva”. La racionalidad misma ha sido objeto de una redefinición en la filosofía contemporánea, que ya no la opone de manera radical a los instintos y a la pasión, como en una concepción cartesiana. La aparición del sujeto como fundamento del pensamiento (a partir de la filosofía kantiana, y luego de la fenomenología), permitió integrar en la racionalidad un cierto número de componentes que le están ligados en su conjunto. Como lo resume muy bien John Elster [11], la racionalidad está al servicio de un actuar para lograr un objetivo (no necesariamente logrado) cuyo agente sería, de una u otra manera, el primer beneficiario : comprende, por lo tanto, un “objetivo de la acción”. Pero este objetivo, concebido finalmente como la búsqueda de un objeto, debe ser desencadenado por algo. Se puede decir que ese algo es del orden del deseo, dado que el agente se ve, a fin de cuentas, como beneficiario de su propia acción : esta racionalidad será, pues, calificada como “subjetiva”. En fin, se puede hacer la suposición de que el objetivo de la acción y el deseo desencadenante no son únicos, sino que son el resultado de una elección entre un conjunto de posibles y que, para elegir entre este conjunto, hay que tener ciertos conocimientos sobre las ventajas y los inconvenientes de cada uno de esos posibles y, por lo tanto, una representación de éstos. Y como estos conocimientos son relativos al sujeto, a las informaciones que recibe, a las experiencias que él ha tenido y a los valores que ese sujeto les atribuye, se puede decir que la racionalidad está ligada a las “creencias”.
De esta manera, las emociones se inscriben en un marco de racionalidad por el hecho de que “contienen en sí mismas una orientación hacia un objeto” [12] del cual toman su propiedad de intencionalidad. Es porque las emociones se manifiestan en un sujeto “en función” de alguna cosa que él se imagina que ellas pueden denominarse intencionales. La lástima o el odio que se manifiesta en un sujeto no es el simple resultado de una pulsión ; no se mide únicamente en relación con una sensación de enardecimiento debido a un acceso de adrenalina, sino que está vinculada a la representación de un objeto hacia el cual se dirige el sujeto o al que busca combatir. Esto amplía el concepto de “estados intencionales” : tanto de los intelectuales como de los emocionales, y todos son a la vez exógenos (reenvían a un objeto exterior hacia el cual están orientados) y endógenos (son imaginados por el sujeto mismo que, de manera reflexiva, se representa este objeto).
El hecho de que las emociones se inserten en un marco de racionalidad no es suficiente para explicar su especificidad. No solamente el sujeto debe percibir alguna cosa, no solamente esa cosa debe acompañarse de una información, es decir, de un saber, sino que además es necesario que el sujeto pueda evaluar ese saber, que pueda posicionarse en relación con este último para poder experimentar o expresar emoción. Un individuo cualquiera puede percibir un león, reconocer su morfología, conocer sus hábitos, tener conocimientos zoológicos avanzados sobre este animal, mientras no haya evaluado el peligro que éste pueda representar para él, en la situación en la que él se encuentra, no va a experimentar ninguna emoción de miedo [13]. Este tipo de saber tiene, pues, dos características : 1) se estructura alrededor de valores que están polarizados ; 2) estos valores no tienen que ser verdaderos porque no son dependientes de la subjetividad del individuo, sino que simplemente tienen necesidad de estar fundados para él [14]. Se trata ahí de un saber de creencia que se opone a un saber de conocimiento que se funda en criterios de verdad exteriores al sujeto.
Lo que está en el debate general, al cual aludía al principio y que todavía no está bien deslindado, es el tipo de vínculo que existe entre emociones y creencias. Martha Nussbaum evoca que “algunos sostienen que las creencias pertinentes son condiciones necesarias para la emoción ; otros, que las creencias son a la vez necesarias y suficientes ; otros incluso, que son partes constitutivas de aquello que es la emoción ; algunos, en fin, sustentan que la emoción es simplemente un tipo de creencia y de juicio” [15]. Este último punto de vista es compartido por varios investigadores [16] que afirman que no hay que considerar que las emociones son “sensaciones más una interpretación”, sino que “son de entrada una interpretación (…) de las circunstancias” [17]. Y una interpretación fundada en los valores, da como resultado un juicio de orden moral, ya que la ausencia de emoción en tales circunstancias conlleva una sanción moral. Recordemos el acto de la reina de Inglaterra que rompió el protocolo y dirigió un discurso a sus súbditos en relación con la muerte de la princesa de Galles para no ser juzgada como indiferente por ellos. Juicio de indiferencia que no sería interpretado en términos psicológicos (la reina es insensible), sino en términos de “deficiencia moral” (la corona de Inglaterra es decadente porque la reina no es capaz de esconder su hostilidad a Diana) : habría ahí una “ruptura del lazo “convencional” entre una situación típica y las emociones que ella garantiza” [18]. Desde este ángulo, las emociones serían tratadas desde la perspectiva de juicios que se apoyarían en creencias que comparte un grupo social y cuyo acato o desacato conlleva una sanción moral (alabanza o rechazo). En ese sentido, las emociones son un tipo de estado mental racional.
Sea lo que sea respecto a esas posiciones, emociones y creencias están indisolublemente ligadas : toda modificación de una creencia conlleva una modificación de emoción (por ejemplo, la vejación) ; toda modificación de emoción conlleva un desplazamiento de la creencia (por ejemplo la indignación) ; y mucho se podría apostar que toda desaparición de emoción en una circunstancia socialmente esperada acarrea finalmente una modificación de creencias.
Se puede resumir entonces este conocimiento diciendo que : las creencias están constituidas por un saber polarizado en torno a los valores socialmente compartidos ; el sujeto moviliza una o varias redes inferenciales propuestas por los universos de creencia disponibles en la situación en la que se encuentra, lo que es susceptible de desencadenar en él un estado emocional. El desencadenamiento del estado emocional ( o su ausencia) lo pone frente a una sanción social que desembocará en diversos juicios de orden psicológico o moral.
Si se definen las emociones como estados mentales intencionales que se apoyan en creencias, entonces se puede decir que esta noción se inscribe en una problemática de la representación.
De manera general, la representación procede de un doble movimiento de simbolización y de auto-presentación. Es un movimiento de simbolización en el sentido en que arranca los objetos del mundo de su existencia objetal (sic) figurándolos mediante cualquier sistema semiológico como una imagen que está dada por el objeto mismo y que, sin embargo, no es ese objeto (es la definición misma del signo lingüístico). Es un movimiento de auto-presentación, ya que esta construcción figurada del mundo, por un fenómeno de reflexividad, regresa al sujeto como imagen que él mismo construye del mundo y por medio de la cual él se define : el mundo le es auto-presentado, y es a través de esta visión, que el sujeto construye su propia identidad.
De esta manera se construiría la conciencia psíquica del sujeto [19], mediante la presencia en ella de alguna cosa que le es exterior y a la cual se le ha dado una forma-sentido, a partir de la experiencia intelectual y afectiva que el sujeto adquiere del mundo por medio de los intercambios sociales en los cuales se encuentra implicado.
Sin embargo, esta actividad mental de representación no es necesariamente interiorizada en el sentido en que se convertiría automáticamente en fuente de un nuevo comportamiento. Ella sigue siendo una “re-presentación”. Jennifer Church [20] hace notar que uno puede representarse una regla de gramática de una lengua extranjera sin interiorizarla forzosamente, es decir, ser capaz de aplicarla uno mismo. Al contrario, uno puede aplicar correctamente una regla sin tener forzosamente una conciencia clara, como cuando se habla la lengua materna sin haberla estudiado [21]. Esta autora también sugiere que no es la misma cuestión tener vértigo (fenómeno interiorizado) que saber que la altitud da vértigo (fenómeno de representación), lo que para Paperman explicaría la razón por la cual, a veces, las emociones se resisten a la razón (descubrir que uno no tiene razón de tener miedo, no elimina forzosamente el sentir miedo [22]). Las representaciones se quedan entonces en una relación de cara a cara con el sujeto, pero a veces pueden interiorizarse, lo que se verifica en el aprendizaje de una lengua extranjera y, de manera general, en todo aprendizaje social.
Quedan aún dos interrogantes : (1) ¿podemos hablar de “representaciones emocionales” y en qué son éstas específicas ? (2) ¿con qué fundamento las representaciones pueden ser denominadas “sociodiscursivas” ?
Se puede decir que una representación es “emocional” cuado describe una situación acerca de la cual un juicio de valor, compartido colectivamente y, por lo tanto, instituido como norma social, dice que esta situación es conmovedora : un accidente es una situación acerca de la cual uno se puede representar a las víctimas de las cuales la norma social nos dice que son personas que sufren y que deben captar nuestra compasión. Evidentemente, esta emoción será experimentada en mayor o menor grado dependiendo del lazo que nos une con las víctimas (parentesco, amistad, amor o ser un simple espectador). La relación emocional compromete al sujeto con un comportamiento de reacción en función de las normas sociales a las cuales está ligado, que ha interiorizado o que permanecen en sus representaciones.
Se puede hablar de saberes de creencia cuando las representaciones implican al sujeto, lo comprometen a tomar partido con respecto a los valores, por oposición a los saberes de conocimiento que le son exteriores, que no le pertenecen, que se desplazan hacia él y no lo involucran [23]. Decir : “los franceses viven en Europa” tiene que ver con un saber de conocimiento ; pero decir “los franceses son frívolos” tiene que ver con un saber de creencia que describe las propiedades cualitativas y esencialistas de un tipo de individuo cuya pluralidad depende de los lazos que unen al sujeto con esos individuos (francés/extranjero, grado de contacto/no contacto [24], etcétera). Las representaciones emocionales deben ser consideradas desde el interior de los saberes de creencia.
Las representaciones pueden denominarse “sociodiscursivas” en función de que el proceso de configuración simbolizante del mundo se hace mediante sistemas de signos. Pero no por signos aislados, sino por medio de enunciados que significan los hechos y los gestos de los seres del mundo.
Estos enunciados son como mini-relatos que describen seres y escenas de vida, fragmentos narrados (Barthes los denominaba como “fracturas de discurso”) del mundo que revelan siempre el punto de vista de un sujeto. Estos enunciados -que circulan en la comunidad social creando una vasta red de intertextos- se agrupan constituyendo lo que se puede llamar un “imaginario sociodiscursivo”. Son el síntoma de esos universos de creencias compartidos que contribuyen a construir a la vez un sí mismo social y un yo individual (por ejemplo, el imaginario de la culpa, del pecado, del poder).
Se puede resumir este recorrido de las ciencias sociales modernas sobre el concepto de emoción de la siguiente manera :
Las emociones se encuentran, entonces, en el origen de un “comportamiento” en tanto que se manifiestan mediante las disposiciones de un sujeto, pero al mismo tiempo están controladas (incluso, sancionadas) por las normas sociales que provienen de sus creencias.
¿En dónde vemos y en función de qué medimos la aparición de una emoción ? ¿Se debe a que un sujeto dice que la siente ? Pero ¿qué es lo que me dice que lo que ese sujeto dice corresponde a lo que siente y cómo asir lo que siente ? Se ha visto que si la emoción tuviera las propiedades de un estado mental intencional, no tendría por ello menos propiedades cualitativas de orden afectivo que la hacen difícil de aprehender : “Es la presencia de la excitación, de una sensación cualitativa, de un carácter agradable o desagradable lo que hace que el estado de “sentir que p” difiere de otros estados intencionales como el estado de “desear que p” o “de creer que p”. “No sé, continúa Elster, si los otros ven los colores como yo, ni si sus emociones son las mismas que las mías. Cuando experimentan la vergüenza, ¿sienten ellos lo mismo que yo siento cuando tengo vergüenza ? No se puede responder a esta pregunta ; hasta puede ser que no tenga ningún sentido” [26]. O bien, ¿es porque aun cuando el sujeto no pretende (por su discurso explícito) estar emocionado, ofrece signos de emoción (lo que no es lo mismo que decir que se siente emoción) ? Pero incluso en ese caso, ¿qué garantía se tiene de que esos signos corresponden a lo experimentado ? En otras palabras, ¿qué prueba se tiene de que haya correspondencia entre lo expresado y lo sentido ? ¿Qué prueba se tiene de sinceridad y de autenticidad ? Una manifestación de emoción puede ser más o menos controlada ; puede serlo con fines tácticos en un intercambio interaccional con el fin de que no se vea, o al contrario, puede ser simulada para impresionar al otro. Incluso, también puede ser actuada como en el teatro o el cine y expresarse por medio de gestos o comportamientos codificados que no se dan más que en esos espacios [27]. Se puede expresar una emoción sin buscar conmover y sin embargo hacerlo ; se puede buscar conmover y no lograrlo. Se pueden describir escenas que uno piensa que son conmovedoras y no provocar emoción ; se pueden describir escenas que uno piensa que son neutras desde el punto de vista emocional y, por el contrario, provocar en el destinatario del relato un estado de emoción. En fin, uno puede controlar su emoción o actuarla. No hay relación de causa a efecto directo entre expresar o describir una emoción y provocar un estado emocional en el otro. De ahí la pregunta : ¿se debe estudiar la emoción a partir de su manifestación en el sujeto que la siente o en aquello que constituye el detonador, el origen ?
Desde una perspectiva de análisis del discurso, los sentimientos no pueden ser considerados ni como una sensación ni como algo experimentado ; tampoco algo expresado, ya que si el discurso puede ser portador y desencadenante de sentimientos o emociones, no es en él donde se encuentra la prueba de la autenticidad de lo experimentado. No se ha de confundir el efecto que puede producir un discurso en relación con la gestación posible de un sentimiento y el sentimiento como una emoción experimentada. Lo experimentado, además, no es rebatible. Una emoción sentida, si es auténtica, se presenta como un brote irreprimible y ningún discurso puede hacer algo al respecto. La razón no tiene ningún asidero sobre la emoción. Por el contrario, el discurso que pretende producir una emoción es, en sí mismo, refutable : “no me vas a convencer poniéndote en el papel de víctima”, se puede contestar a alguien que trata de conmovernos. De igual manera, la expresión de una emoción se puede explicar una vez mostrada, incluso justificar, si se juzga vergonzosa.
¿Existen trazas constitutivas de la expresión de las emociones que le servirían al receptor como base para, de no experimentarlas él mismo, por lo menos identificarlas ? La respuesta no es fácil, pues aunque se trate del lenguaje verbal, del lenguaje de la imagen o de otros medios de expresión como los gestos o las mímicas, el empleo de palabras o de rasgos icónicos no constituyen necesariamente la prueba de la existencia de una emoción. Palabras como “cólera”, “horror”, “angustia”, “indignación”, etcétera, designan estados emocionales pero no provocan forzosamente emoción. Hasta puede resultar que su empleo tenga un efecto contraproducente : explicitar un estado emocional podría ser interpretado como una falsa alarma porque como se dice en ciertas culturas : “la verdadera emoción se siente, pero no se dice”. Otras palabras como “víctima”, “asesinato”, “crimen”, “masacre”, imágenes de sangre, de destrucción, de inundación, de derrumbe que van de la mano con los dramas del mundo, exclamaciones (¡ah !, oh ! ¡ay !) son susceptibles de expresar o engendrar miedos, sufrimientos, horror, pero solamente son « susceptibles ». Sí, pero ¿cuál ? No será lo mismo si se habla de una “manifestación silenciosa” (expresión de dolor y de indignación), como la de la “marcha blanca” de los belgas en relación con el caso Dutroux ; como la de las mujeres de la plaza de Mayo en Argentina o la de los españoles contra el ETA ; o que se hable de una “manifestación agitada”, incluso “violenta” (expresión de desesperación y de reivindicación) como en África o en el Medio Oriente. Este universo no será tampoco el mismo si me entero de que la vícitima de un vuelo es una “mujer mayor”, “mi jefe”, un “banquero riquísimo”, o que la víctima de un asesinato es un tirano, un dictador o alguien cercano. En otras palabras, como lo demuestra la teoría de los topoi [28], la orientación argumentativa (aquí diríamos emocional) de una palabra puede cambiar, incluso invertirse, en función de su contexto y de su situación de empleo. Lo que se puede decir es que esas palabras y esas imágenes son, por lo menos, “buenas candidatas” para desencadenar emociones. Sin embargo, todo depende del entorno de esas palabras, del contexto, de la situación en las cuales se inscriben y de quién las emplea, así como de quién las recibe.
En fin, como ya se ha dicho, hay enunciados que no incluyen palabras emocionales y que, sin embargo, son susceptibles de producir efectos emocionales a partir del momento en que tenemos conocimiento de la situación de enunciación : “¡Basta !”, gritan las víctimas del enésimo bombardeo de su ciudad. “Mi hijo era un ser íntegro, un inocente”, dice un padre encorvado sobre una tumba e interrogado durante un reportaje en Bosnia. “Un día normal en Sarajevo”, dice un periodista en la televisión mostrando imágenes del último bombardeo que acababa de producirse en esa ciudad.
Estos tres tipos de problemas recuerdan que la construcción discursiva del sentido -como una puesta en marcha de efectos intencionales pretendidos- depende de las inferencias que pueden producir los interlocutores del acto de comunicación y que esas inferencias dependen, a su vez, del conocimiento que esos interlocutores pueden tener de la situación de enunciación. Es decir, desde el punto de vista discursivo, trataremos las emociones como efectos posibles que un determinado acto de lenguaje puede producir en una situación dada.
No se puede discutir sobre una noción, sea cual fuere, si no se presenta el marco teórico en el cual se le inscribe. Aquél en el que yo inscribo la noción de emoción es el de una problemática de la influencia que he definido en diversos escritos y que aquí tan sólo resumiré muy brevemente.
Una problemática de la influencia se fundamenta en cuatro principios : un principio de alteridad que sustenta, en una filiación fenomenológica, que la conciencia de la existencia de sí depende de la percepción de la existencia del otro y de su mirada : no hay Mí mismo sin Tú mismo. Esto, transpuesto al dominio del lenguaje por E. Benveniste, deviene : no hay Yo sin Tú y lo mismo recíprocamente ; un principio de influencia, propiamente dicho, que sostiene que el sujeto que habla busca hacer entrar a este otro en su universo de discurso ; un principio de regulación que apunta que hay que regular el encuentro a priori agonal entre los dos miembros del intercambio, cada uno de los cuales tiene su propio proyecto de influencia ; en fin, un principio de pertinencia que indica, siguiendo a Sperber y Wilson [29], que hay que tratar de entenderse con respecto al mundo y que para ello, los dos miembros del acto del lenguaje recurren a entornos discursivos supuestamente compartidos (también es la teoría del “dialogismo” bajtiniano).
Estos cuatro principios que actúan simultáneamente le plantean al sujeto que habla un cierto número de problemas que hay que resolver para poder intercambiar con el otro y que se pueden describir bajo la forma de una serie de preguntas : ¿cómo entrar en contacto con el otro ?, ¿cómo imponer su persona como sujeto hablante al otro ?, ¿cómo conmover al otro ?, ¿cómo organizar la descripción del mundo que uno propone/impone al otro ?
Entrar en contacto con el otro se lleva a cabo por medio de un proceso de legitimación que consiste en : justificar la razón por medio de la cual se toma la palabra, porque tomar la palabra es un acto de exclusión del otro (mientras que uno habla, el otro no lo hace) que hay que poder legitimar ; establecer un cierto tipo de relación con el otro en el cual se le otorga un lugar a este último. Esto corresponde al proceso de regulación -del que ya hemos hablado- para la realización del cual el sujeto que habla recurre a diversos procedimientos de enunciación (alocutivos, elocutivos, delocutivos [30]) vigentes en el grupo social al cual pertenece tanto como los “rituales socio-lingüísticos” .
El cómo imponer su persona de sujeto hablante al otro responde a la necesidad que el sujeto hablante tiene de que se le reconozca como una persona digna de ser escuchada (o leída), ya sea porque se le considera creíble, ya sea porque se le puede otorgar confianza, o bien porque representa un modelo carismático que convoca al sujeto receptor a que se identifique con el sujeto hablante. Eso supone que este último tiene que construir una imagen de sí mismo que tenga un cierto poder de atracción sobre el interlocutor o su auditorio. Se trata de la problemática del ethos.
El cómo conmover al otro es el objetivo que se plantea el sujeto hablante para hacer que ese otro no piense y se deje llevar por los movimientos de su afecto. El sujeto hablante se vale, entonces, de estrategias discursivas que tienden a provocar la emoción, los sentimientos, del interlocutor o del público con el fin de seducirlo o, por el contrario, hacerle sentir miedo. Se trata de un proceso de dramatización que consiste en provocar la adhesión pasional del otro alcanzando sus pulsiones emocionales. Es la problemática del pathos.
El cómo organizar la descripción del mundo que uno propone/impone al otro consiste, por un lado, en describir y narrar los acontecimientos del mundo y, por el otro, en ofrecer explicaciones sobre el cómo y el porqué de esos acontecimientos. Para lograrlo, el sujeto hablante recurrirá a los modos de organización discursiva siguiendo una cierta racionalidad narrativa y argumentativa [31]. Aquí se trata de un proceso de racionalización que se inscribe en la problemática del logos.
En el debate que opone a ciertos partidarios del “todo es argumentación” a aquellos que distinguen la argumentación que tiene como objetivo la verdad (en donde se pueden detectar paralogismos) [32] y la persuasión que tiene como meta la veracidad (en donde los paralogismos no tienen razón de ser), yo escojo otra posición : aquélla que consiste en establecer como noción genérica, sobredeterminante, una finalidad de influencia que se realiza mediante diversos procesos que están en constante interacción.
Esta problemática debe ser tratada, entonces, tomando en consideración estos diversos procesos de influencia, en aquello que Goffman llama los “marcos de experiencia” [33], pero con una teoría de la situación de comunicación [34]. Como ya he tratado esta cuestión en varios de mis escritos [35], la resumiré con respecto a los efectos emocionales diciendo que éstos dependen de tres tipos de condiciones :
1) que el discurso producido se inscriba en un dispositivo comunicativo cuyos componentes, a saber, su finalidad y los lugares que les son atribuidos previamente a los interlocutores del intercambio, predisponen el surgimiento de efectos emocionales. Por ende, se observará que los dispositivos de la comunicación científica y didáctica no predisponen la aparición de tales efectos (lo que no significa que no se encuentren jamás en ellos), en función de la fuerza de la intención de demostración, al igual que los de los debates de tipo coloquio de expertos. Por el contrario, los dispositivos de la comunicación ficcional (novela, teatro, cine) y, por razones diferentes, de la comunicación mediática se prestan a ello, así como los de las discusiones polémicas (familiares, políticas). Cuando el dispositivo no se presta, es porque la finalidad comunicativa tiene una fuerte tendencia racional y porque los interlocutores están situados a distancia de los saberes de verdad ; cuando el dispositivo se presta a ello, es porque la finalidad tiene una fuerte tendencia de captación y porque los interlocutores están implicados en saberes de creencia. En el primer caso, la finalidad del dispositivo es de demostración ; en el segundo, de persuasión.
2) que el campo temático sobre el cual se apoya el dispositivo comunicativo (el tema del acontecimiento) trate sobre un universo de emociones y proponga una cierta organización de los imaginarios sociodiscursivos susceptibles de producir tal efecto. Para los medios de información, por ejemplo, es el universo de dramas y tragedias de la actualidad ; para el mundo político, el universo del “desorden social” y de su “reparación” ; para la publicidad, el universo de la “felicidad” y del “placer” ; para las conversaciones familiares o amistosas, el universo del “afecto íntimo” ; y se comprenderá que no hay nada de ello en la comunicación científica.
3) que en el espacio de la puesta en escena del discurso, el sujeto de enunciación recurra a estrategias discursivas que sugieren la emoción. De esta manera, dicho sujeto puede elegir reforzar, borrar o incluso, agregar efectos emocionales a las condiciones del dispositivo. Las refuerza cuando, por ejemplo, los medios abordan la muerte dramática de Lady Di, la princesa de Gales. Los borra como en ciertos discursos oficiales (y, particularmente, el de la reina de Inglaterra en los funerales de Diana). El sujeto los agrega cuando, por ejemplo, un hombre político convoca a la concentración del pueblo en contra de un enemigo imaginario.
Numerosos escritos se han propuesto describir las estrategias de la palabra política, y yo mismo he estudiado las estrategias discursivas en Le discours politique. Les masques du pouvoir [36]. En otro artículo para la revista en línea, Discurso y Sociedad, presenté un análisis del discurso populista [37]. Como este último está particularmente impregnado de efectos emocionales, daré aquí algunas características recurrentes.
El discurso populista nace en una situación de crisis social. Consiste, por lo tanto, en describir esta situación cuya víctima es el pueblo, en denunciar la fuente del mal, y en alabar los méritos de un líder particularmente carismático.
El líder populista describe la situación de decadencia de la cual el pueblo es víctima, sirviéndose de la tópica de la “angustia” : “Un millón de inmigrantes, un millón de desempleados”, profería de manera terminante Jean-Marie Le Pen, hace ya algunos años. Entre más simples sean las fórmulas, esencialistas y amenazadoras, el efecto emocional buscado tiene mayores posibilidades de tener un impacto.
El líder populista denuncia la fuente del mal designando, no a los responsables como en todo discurso político, sino a los culpables. Pero esos culpables, y ahí se localiza un factor de gran emocionalidad, son designados de manera global, incluso vaga, como si se tratara de seres maléficos que estuvieran escondidos en las sombras, creando complots : “la clase política”, “las élites frías y calculadoras” o “la institución que se trata de derrotar por medio de una revolución de salvación pública” [38] (como dice Le Pen para no emplear el término consagrado de establishment). La figura del complot es recurrente en el discurso populista. Corresponde a la tópica de la “antipatía” como orientación de afecto en contra de un agresor o simplemente de un enemigo. Hay enemigos internos (los grupos de presión para Le Pen ; los oligarcas para Chávez), y hay enemigos externos (los inmigrantes para Le Pen ; el imperio estadounidense para Chávez).
En fin, el líder populista debe instaurarse como salvador construyendo una imagen de “poder” mediante un comportamiento oratorio elaborado por medio de "improperios", de fórmulas de choque. Los llamados tropiezos verbales y las provocaciones verbales de estos líderes no tienen otro objetivo más que el de construirse una imagen (un ethos) de personaje poderoso para procurar que el auditorio se adhiera a su persona ciegamente, incluso, que se proyecte en él, que se fusione completamente con él. De esta manera, el líder populista no deja de presentarse como el representante del pueblo al grado de no constituir sino una sola alma con este último, (« Porque Chávez no es Chávez. Chávez es el pueblo venezolano » [39]) y exponer en primer plano su sinceridad para desmarcarse de la clase política que no haría más que mentir ; el líder populista dice “hago lo que digo, digo lo que hago”.
Sin embargo, instaurarse como redentor no es solamente injuriar al mundo, sino también exaltar valores y convertirse en su portavoz. Valores comunitarios, porque se trata de pasar del resentimiento [40] a la reapropiación de una identidad originaria : “Sí, nosotros estamos a favor de la preferencia nacional porque estamos por la vida y en contra de la muerte, por la libertad y en contra de la esclavitud, por la existencia y en contra de la desaparición” [41]. Los valores comunitarios que se apoyan sobre discursos que exaltan otros valores como aquellos que remiten a la naturaleza y a todo lo que es original : “Somos criaturas vivientes. […] Somos parte de la naturaleza, obedecemos sus leyes. Las grandes leyes de las especies gobiernan también a los hombres a pesar de su inteligencia y, a veces, de su vanidad. Si violamos sus leyes naturales, la naturaleza no tardará en tomar venganza en nuestra contra” [42]. Exaltación también de los valores de filiación y de herencia, como lo hace Le Pen : “Por supuesto que se trata de nuestra tierra, de nuestros paisajes, tal como fueron proporcionados por el Creador, pero también tal y como fueron defendidos, conservados y embellecidos por aquellos que poblaron este territorio desde hace miles de años y de los cuales nosotros somos los hijos” [43] ; o Chávez cuando trae a colación en sus discursos las figuras de Simón Bolívar o del Che Guevara y cuando se refiere al « árbol de las tres raíces ».
Recurrir a efectos emocionales es constitutivo de todo discurso político, pero toma un carácter particularmente exacerbado en el discurso populista.
Para terminar, quisiera que se me permitiera tomar un ejemplo del contexto político mexicano que no tiene nada de populista pero que produjo efectos emocionales : el caso de la « comandante Esther » enviada por el EZLN, movimiento zapatista de liberación nacional de los indígenas de Chiapas, para ofrecer un discurso frente a los elegidos del pueblo en la Cámara de Diputados de México. La comandante terminó su discurso –que era un llamado a que se reconociera que los indígenas de México son parte integrante de la nación mexicana- gritando tres veces « ¡Viva México ! », grito que fue retomado a coro, cada vez, por la honorable asamblea. Ahora bien, este grito es del privilegio del presidente de la República mexicana quien, en cada fiesta nacional, lanza el grito desde el balcón presidencial de Palacio Nacional, frente a la plaza de la Constitución. A cada grito de “Viva México”, el pueblo reunido en la plaza lo retoma a coro. La comandante Esther —hay que recordar que pronunció su discurso enmascarada— de esta manera les puso una trampa a los diputados al hacerlos comulgar emocionalmente con ella, la Indígena, atrás de la cual se encontraba toda su comunidad. Al responder a este grito, los diputados se vieron obligados a reconocer que el movimiento zapatista no es un movimiento de disidencia identitaria, sino por el contrario, de fusión identitaria en el pueblo mexicano. He aquí un bello ejemplo de estrategia de dramatización en la cual se ven mezclados, por motivos serios, un ethos identitario (“Nosotros, indígenas de Chiapas, somos parte del pueblo mexicano”), un efecto de pathos que toca la fibra patriótica de los diputados (ustedes como nosotros celebramos la nación mexicana) y un llamado a la fusión dentro de una identidad social (la unidad del pueblo necesaria a la constitución de la nación).
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